Me
gusta la referencia a la ausencia del amigo.
“¡Qué esquiva la vida es.!
A
un lado la estás mirando,
Y
al cabo de una mirada
La
vida ya se te fue.”
La
presentación del libro, y la convivencia con amigos y familiares de Alfonso, ha
sido el regalo de este día 8 de octubre del año del Señor del 2018, en el que
Gabriel – después de tanto tiempo – no se queda dormido a la postre…. y a los
postres.
Y
sin embargo la mañana asomaba mal. El rubicundo Apolo ni está ni se le espera.
La temperatura es buena, casi de verano, pero la ciudad está tomada por el gris
denso de una niebla sorpresiva.
A
las once enfilo la Resolana hacia el río con el sol fuera. Al llegar a la Torre
de los Perdigones, giro a la izquierda y a la calle Pacheco y Núñez de Prado.
Es la calle donde Gabriel asienta sus reales.
Después
de un primer tramo pequeño y soleado, la calle, trazada con una regla, discurre
recta hacia la Alameda. Es umbría y poco transitada por vehículos, y a veces
escuchas sólo tus pisadas. Gabriel, como siempre, está de buen humor y hoy
especialmente dicharachero.
La
reunión del primer lunes ha estado en un tris de haberse suspendido por fallos
en la instalación eléctrica del Círculo. Se ha solucionado y todo sigue
adelante.
En
la Alameda se va notando el calor e, instintivamente, los amigos buscan la
sombra agradable de los álamos. Estos eran territorios de Alfonso. Allí el
centro cívico Las Sirenas y detrás la calle Hombre de Piedra, su calle. A
nuestro lado el quiosco donde compraba la prensa…
De
camino hacia la Magdalena, una gavilla de árboles suben
rectos hacia Dios, y en Plaza Nueva están caídas las primeras hojas muertas de
un otoño tardío.
Llegado
al Círculo, dan las doce en el reloj. Desde el umbral veo la contundente figura
de José Antonio, con mandil, que se recorta al fondo con la luz que entra por
la puerta semiabierta. José Antonio no es sólo un cocinero. Es que lo parece.
Ha llegado temprano por el asunto eléctrico y tiene casi planteados los
aperitivos que tomaremos. Gabriel y yo ayudamos como buenos pinches troceando
cebolla y ajo.
Al
poco llega Ladislao con un bolso que parece pesado. Lentamente, mientras habla,
va sacando hasta seis tarros de cristal de hermosas judías… o pochas.
Ladislao,
que es el gran amigo de Alfonso, ha querido venir a la presentación del libro y
a comer con nosotros. Se ha autoimpuesto preparar las pochas. Las ha comprado
en el Corte Inglés y Ladislao lo dice como disculpándose por un acto
imperdonable: las auténticas pochas no las ha podido conseguir. El amigo de
Alfonso es un gran conversador y nos entretiene ensartando anécdotas unas tras
otras. A la una rompe el fuego y pide a José Antonio un aguardiente blanqueado
con agua y al que le da un nombre extraño que no recuerdo.
Ya
están los entrantes decorando la larga mesa de madera, las pochas en los
fogones, y las primeras cervezas en los resecos gaznates.
Luis,
bolso colgado en bandolera, y Antonio, al que siempre le precede una sonrisa
como saludo llegan al unísono. Van llegando todos.
Ahora
entre un granaino con su carga de libros y guayabera amarilla. Hablo de aquél
que nació en los ásperos cerros de las Alpujarras, sentó plaza en la ciudad de
la Giralda hace treinta y cinco años, y se define sin prejuicios como sevillano
mestizo. Emiliano aparca los libros y se arrima a la tertulia.
He
aquí, en cuerpo presente, al verdadero hacedor del libro. Durante ocho meses,
tozuda y pacientemente, ha sabido recopilar las aportaciones de todos hasta conseguir
la composición del libro coral que soñaba Alfonso.
Todo
esto, además, hecho por un hombre que, ¡vive Dios¡, abarca más frentes que
pelos tiene en su barba.
¡Este
Emiliano es el espíritu de un Hércules redivivo!
¡Que
las generaciones futuras conozcan tu nombre y la presente bese las huellas de
los pies que pisas!
Como
nunca el tiempo se le enreda entre las manos, ya nos mantenía al tanto de los
diversos contenidos, de esa alma que iba apareciendo. Pero nos faltaba el
cuerpo mortal en que alojarse, su carne de papel… ¡El LIBRO! Y a eso hemos
venido. Y en eso estamos.
A
las dos hemos quedado con Chus, y a esa hora aparece con sus hijos. Es la hora
de los aperitivos y ya están todos excepto Miguel y Alberto, que trabajan y
llegarán en breve.
Dispuestos
sobre la mesa los entrantes organizados por José Antonio: pimientos del
piquillo con cebolleta y bonito; puerros cocidos con la vinagreta, tan del
gusto de Alfonso; champiñones al Jerez, y algo más que nunca falta e la mesa
del Primer Lunes.
Cuatro
tomates escogidos por nuestro cocinero con todas las garantías. Son grandes,
tersos y maduros, que se pelan antes de trocearlos. Como conoce el paño, José
Antonio sirve dos tomates con cebolleta y los otros dos con ajo picado, que no
es cuestión de agraviar a nadie y sí de contentar a todos.
Alegre
algarabía de veces de saludos y encuentros. Se brindan por los que estamos y
por el que ya no está.
“Y entre las voces alegres,
El recuerdo que no ceja
Del amigo que se fue.
¡Ya nos veremos, amigo!
-(Si algo hay del otro lado)-
Cuando crucemos el río.”
La
mesa redonda, tan cómoda, se queda pequeña para los trece que somos. José
Antonio ha dispuesto unas mesas en forma de cuadrado. En el centro queda un agujero
que hace parecer a los comensales, espectadores involuntarios de una imaginaria
pelea de gallos.
Presiden,
en uno de los lados del cuadrado, Emiliano y Chus con sus hijos. A su derecha
Ladislao, Gabriel y Alberto. Fronteros a presidencia están José Antonio,
Enrique y Miguelito y a su derecha Luis, Antonio y Pedro.
Atrás,
en la cocina, quedan solas las pochas cociéndose a fuego lento y la carrillada,
negra como la pez.
Las
pochas que ha traído Ladislao van con un sofrito habitual de puerros, cebolla y
zanahoria en una cazuela de barro. El fuego hará el resto. Cuando las comamos,
nuestros cuerpos estarán repletos de fósforo, hierro y magnesio… o eso dicen.
La
carrillada asoma su negrura desde el fondo de un gran perol. Ya la había
cocinado antes José Antonio y le sale exquisita. En esta ocasión no escatima en
ingredientes: va hecha a la reducción de Pedro Ximenez, con higos secos,
piñones y orejones.
Ya
reclama Emiliano la atención con una cucharilla que golpea en un vaso. Se hace
el silencio y las miradas quedan fijas en los libros amontonados sobre la mesa.
Helo
ahí. Ahí el objeto de deseo: el libro hecho carne. Se reparten los ejemplares
para seguir más fácilmente el recorrido que hará Emiliano por él.
Lo
tengo entre las manos y entra por los ojos. Su tamaño es de 210X210 mm., el
mismo formato que ya pensó Alfonso para el suyo. Su portada y contraportada son
blancas, con un pequeño zócalo gris de 4 cm., su título sobre el zócalo:
“NUESTRA SEVILLA”.
En
la portada la figura de perfil de Alfonso que mira a la vida desde un balcón de
ventanas abiertas. Al reverso, Alfonso ha desaparecido del encuadre.
Me
emociona la sencilla alegoría, y me agrada la ocurrencia del dibujo hecho con
rotulador. Que trasmite ternura. Sus ciento cuarenta y seis páginas – papel
consistente, blanco, suave como terciopelo – recogen las colaboraciones de
todos y una primera parte donde Antonio sintetiza, primorosamente, como
siempre, la constante labor de Alfonso con los libros.
Ahí
están ya para siempre las fotos, acuarelas, dibujos y grabados mezclándose
alegremente entre letras negras y verdes. Desde luego, nos ha salido (Ce
pluriel est très singulier), un libro festivo, abierto, jovial… y hermoso en
toda su sencillez.
Es
terminar Emiliano su exposición y acometemos las pochas como un solo hombre.
Están enteras, tiernas y sabrosísimas. Como son abundantes, algunos repetimos.
A la carrillada, muchos llegan ya exhaustos y se cubre el expediente. A los
postres, nuestro fiel repostero Luis nos sorprende con un excelente plato de
leche frita.
Se
charla animadamente, como si todos quisiéramos contarnos todo en un tiempo
tasado. Se forman grupos de conversación que el vizcaíno reprueba, pero es el
inconveniente de no estar en nuestra mesa redonda. Me levanto para ir al baño.
Cuando vuelvo me detengo y miro la escena desde fuera: la reunión sigue
apasionada y un poco anárquica. Chus madre, va de aquí para allá hablando con
unos y con otros. Antonio aglutina a un
grupito a su alrededor. Al fondo, Emiliano pega la hebra furiosamente con Juan,
el hijo de Alfonso.
……………………………………………………………………………………………………………
Dentro
de poco, cuando nos vayamos, perdurarán en el aire los ecos de la voces de una
dicha compartida, y por la ventana pasará, a duras penas, la luz debilitada de
la tarde.
…....
“Y hasta aquí lo que se daba.
Que sepas Macua de Aguirre
-con mucho o con poco acierto-
Que la deuda está saldada”
Pedro
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